La ciencia moral

LA CONCIENCIA HUMANA 
origen en el vocablo latino conscientia (“con conocimiento”), la conciencia es el acto psíquico mediante el cual una persona se percibe a sí misma en el mundo. Por otra parte, la conciencia es una propiedad del espíritu humano que permite reconocerse en los atributos esenciales. Resulta difícil precisar qué es la conciencia, ya que no tiene un correlato físico. Se trata del conocimiento reflexivo de las cosas y de la actividad mental que sólo es accesible para el propio sujeto. Por eso, desde afuera, no pueden conocerse los detalles de lo consciente. 
La etimología de la palabra indica que la conciencia incluye aquello que el sujeto conoce. 
En cambio, las cosas inconscientes son las que aparecen en otro nivel psíquico y que son involuntarias o incontrolables para el individuo. La filosofía considera que la conciencia es la facultad humana para decidir acciones y hacerse responsable de las consecuencias de acuerdo a la concepción del bien y del mal. 
De esta manera, la conciencia sería un concepto moral que pertenece al ámbito de la ética. 

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LA CONCIENCIA PARA LA PSICOLOGÍA 
Para la psicología, la conciencia es un estado cognitivo no-abstracto que permite que una persona interactúe e interprete con los estímulos externos que forman lo que conocemos como la realidad. Si una persona no tiene conciencia, se encuentra desconectada de la realidad y no percibe lo actuado. La psicología distingue entre los niveles consciente (establece las prioridades), pre consciente (depende del objetivo a cumplir) e inconsciente (no se racionaliza).
 La estructura de la conciencia está dada por la relación que establecen estos tres niveles. A través de la conciencia un individuo consigue tener una noción de sí mismo y de su entorno; es uno de los elementos que asegura la supervivencia de un ser vivo, pues le permite estar alerta a los peligros y actuar en consecuencia. 
Este proceso, aunque resulta sumamente sencillo a simple vista, es el resultado de varios fenómenos psíquicos que tienen lugar en la mente de los individuos a cada instante sin que él tenga total noción de ello.
 Para resumirlo, este proceso consiste en percibir el entorno a través de los sentidos y analizarlo con la información que se tiene (las cuales fueron desarrolladas a partir de las experiencias con las que el individuo haya tenido que enfrentarse), la memoria.


LA CONCIENCIA MORAL


La conciencia moral, en lenguaje popular, es esa voz interior que nos obliga a actuar de una forma y también nos dice si son correctas o no nuestras acciones. Precisando un poco podemos decir que la conciencia moral es la capacidad de juzgar las acciones, no solo las nuestras sino también las de los demás, como buenas o malas. Es la que orienta nuestra conducta en la dirección que la persona considera correcta. 
Para juzgar y dirigir las acciones la conciencia se sirve de principios, es decir, de la moral con la que cada persona rige su vida. Estos principios que forman la moral pueden venir impuestos desde fuera. En este caso hablamos de heteronomía, de moral heterónoma o conciencia heterónoma. Pero puede ser la persona misma las que se los imponga racional y libremente. En este otro caso hablamos de autonomía, de moral autónoma o conciencia autónoma. 

a) Conciencia moral La conciencia moral ordena a la persona, «en el momento oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas; es decir, la posibilidad de ver nuestros propios actos en relación con los planes de Dios. Al hablar de algo bueno o malo lo hacemos siempre por referencia a un «patrón». Pero ¿es la misma conciencia? o ¿es algo objetivo? Lo veremos a continuación, pero podemos adelantar que la norma suprema de conducta es la ley divina. La conciencia sólo descubre si sus acciones encajan con lo que Dios quiere. En consecuencia la conciencia es norma próxima (subjetiva, personal, inmediata) de moralidad, pero la norma suprema (objetiva) es la ley de Dios.
 b) Conciencia moral y ley de Dios El cogito, ergo sum de Descartes ha influido en la mente del hombre moderno más de lo que normalmente se supone. Desde Descartes existe la tentación de dar por real lo que la evidencia interior asegura: existo porque pienso, y no es así. La verdad es: «pienso, porque existo». La mesa existe no porque la piense yo, sino porque tiene una realidad extramental. La postura cartesiana pasada al terreno de la ética se explicitaría del siguiente modo: «pienso que está bien, luego se puede hacer», «no lo veo claro, pues entonces no lo hago». Y evidentemente eso no es así. El entender sigue al ser, no le precede. En moral, el hombre tiene la posibilidad de conocerse y conocer sus actos, como consecuencia de que existe y tiene un fin, una ley por la cual conducir sus actos. Por eso, «la conciencia no es la única voz que puede guiar la actividad humana. Y su voz se hace tanto más clara y poderosa cuando a ella se une la voz de la ley de la autoridad legítima. La voz de la conciencia no es siempre infalible, ni objetivamente es lo supremo. Y esto es verdad particularmente en el campo de la acción sobrenatural, en donde la razón no puede interpretar por sí misma el camino del bien, sino que tiene que valerse de la fe para dictar al hombre la norma de justicia querida por Dios, mediante la revelación: el hombre justo --dice San Pablo-- vive de la fe». Porque Dios nos ha elevado al plano sobrenatural nos ha hecho partícipes de su misma naturaleza divina. Por eso, por encima de la conciencia está la ley de Dios. «La norma suprema de la vida humana es la propia ley divina, eterna, objetiva y universal». En consecuencia, no hay una autonomía del hombre frente a Dios. Por eso, dice Juan Pablo II que: «En efecto, la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a los oídos de su corazón advirtiéndole... haz esto, evita aquello. Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer». 
c). Clases de conciencia Por razón de su concordancia con la ley de Dios, la conciencia puede ser recta o verdadera y errónea, según si sus dictados se adecuan o no a esa ley. La errónea puede ser vencible (si no se ponen todos los medios para salir del error) e invencible (si puestos todos los medios no se puede salir del error). Se debe seguir la conciencia recta y verdadera y también la invenciblemente errónea. Por razón del asentimiento que prestamos a lo que la conciencia nos dicta ésta se divide en cierta, probable y dudosa, según el grado de seguridad que se tenga. Se debe seguir la conciencia cierta; en algunos casos la probable, pero nunca la dudosa; hay que salir antes de la duda. No es lo mismo estar seguro de algo que dar en el clavo. La primera es la conciencia cierta, la segunda es la conciencia verdadera. Una es la seguridad subjetiva y la otra la objetiva. Pues bien, no basta con «estar seguro» (conciencia cierta), además hay que actuar con la ley (conciencia verdadera). Limitarse a una seguridad personal es ponerse en lugar de Dios, que es el único que no se equivoca. Por ese camino se acaba confundiendo lo espontáneo con lo objetivamente bueno. En cambio, «fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal». Por la limitación humana puede ocurrir que un hombre esté cierto de algo que no sea verdadero. Por eso mismo, no es el ideal tener meramente una conciencia moral cierta: hay que tender a tener, además, una conciencia recta o verdadera. La conciencia, «para ser norma válida del actuar humano tiene que ser recta, es decir, verdadera y segura de sí misma, y no dudosa ni culpablemente errónea». Una persona que actúe contra su conciencia, peca; pero también peca por no ajustar deliberadamente sus dictámenes a la ley de Dios que es la norma suprema de actuación. «El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral». Por eso, apelar a la conciencia para eludir la norma, que quizá por falta de formación --o incluso por mala fe-- se desconoce, es absolutamente equivocado. Es cierto que hemos de decidir con nuestra propia conciencia, y también que nadie nos puede forzar a actuar contra ella, pero no es menos cierto que tenemos el grave deber de que los dictados de esa conciencia se ajusten a lo que Dios quiera, que es tanto como decir que esté bien formada, que sea recta o verdadera.

 d) Formación de la conciencia Por lo que llevamos dicho podemos concluir que es necesaria la formación y especialmente acuciante para un hombre de fe que quiere conocer mejor a Dios, y se da cuenta de que «la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma --que no se aquieta-- si no trata y conoce al Creador»; por eso verá que «el estudio de la religión es una necesidad fundamental» y que «un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado». Por eso recalca el Catecismo que «hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas». En cualquier materia intentamos alcanzar el mayor número de conocimientos para ser doctos en aquel saber. Y si no los alcanzamos, evitamos hablar del tema por indoctos. Pero, ¿sucede lo mismo con los temas relativos a la fe ya la moral? Muchas veces se pontifica sobre lo que se ignora. Por todo ello, «la conciencia tiene necesidad de formación. Una educación de la conciencia es necesaria, como es necesario para todo hombre ir creciendo interiormente, puesto que su vida se realiza en un marco exterior demasiado complejo y exigente». Añade el Catecismo que «la educación de la conciencia es tarea de toda la vida (...) garantiza la libertad y engendra la paz del corazón». Por ello, la formación de la conciencia seguirá reglas parecidas a las de toda formación. Sin embargo, a la hora de aplicarlas, no podemos olvidar un dato importantísimo: lo que pretendemos al formar la conciencia no es simplemente alcanzar una habilidad o desarrollar una facultad, sino conseguir nuestro destino eterno. 
Esto nos lleva a ver unos cuantos presupuestos básicos de la formación de la conciencia.

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